domingo, 16 de mayo de 2010

Hasta que llegó su hora (1968)


Género: Western
Valoración: Obra maestra


Yo soy el clásico espectador de cine al que no le gusta que le mareen demasiado. Me gustan las películas buenas en su género. Quizá tiren más de mí las de terror y algunos dramas carcelarios. Como a muchos cinéfilos me ha sucedido algo. Amé de pequeño los westerns. Puedo jurar que los amé con pasión. Mis hermanos y yo conocíamos a la perfección las hazañas de Gary Cooper, Yul Brinner o John Wayne, aunque a lo mejor no supiéramos cuáles eran los nombres de estos héroes, ni los de las películas en que aparecían. Jugábamos a érase una vez en un Oeste muy lejano y peligroso, un pistolero... Recuerdo esas sesiones hogareñas de cine en la década de los 80, cuando los sábados y domingos por la tarde echaban alguna de vaqueros por la tele y uno se tumbaba en el suelo para descubrir si el duro de Kirk Douglas desenfundaría más rápido que el forajido de turno. Mi padre se sabía de memoria los nombres de todos los actores y las bellas actrices, pero nosotros no hacíamos mucho caso ni falta que nos hacía. A James Stewart, por ejemplo, ya le habíamos bautizado como Lavaplatos.

Sin embargo, años más tarde eso desapareció. Nos hicimos mayores y, con nosotros, el cine. El western clásico falleció y comenzamos a ver otro tipo de cosas más sofisticadas. John Houston, Howard Hawks, John Ford dejaron paso a Spielberg, Scorsese, Bertolucci, Kubrick, Oliver Stone, Ridley Scott, James Cameron, Coppola, etc. Eran también grandes directores pero tenían escaso o nulo interés por el género épico. Con ello, los adolescentes y adultos experimentamos una especie de reeducación artística. Los héroes de cine ahora eran de otro estilo. Forrest Gump era el héroe, o bien Willem Dafoe haciendo de Elías en Platoon, o el mismo Schwarzenegger de Terminator. Pero del Far West no había ni rastro, le habíamos perdido la pista. Únicamente los nostálgicos como José Luis Garci vivificaban aquellos clásicos de Ford, montando acalorados debates televisivos que unos pocos trasnochadores aguantábamos. ¿Qué se había hecho de Wayne? Alguien tenía la respuesta: De los pocos directores de cine que se atrevieron a resucitar la épica de los pistoleros el mejor fue Clint Eastwood, con obras de enorme calidad, tales como El jinete pálido (1985) y Sin perdón (1992).

Fue entonces y sólo entonces cuando los infieles como yo recordamos nuestro antiguo amor: el western. Esa amada a la que habíamos dejado tirada en un rincón. Y rescatando cintas del olvido, buscando algo nuevo, uno se tropieza con un director italiano que se llama Sergio Leone. Vamos, un nombre romano que parece ahuyentar con su extravagante cadencia a cualquier cinéfilo con buen gusto. Si además, te enteras de que rodaba un pitorreo denominado spaghetti western ya nada bueno podías esperar de él. A lo sumo el gordo de Bud Spencer repartiendo leña (¡Placa-placa!), para hilaridad de un público menor de edad.


Pero andaba yo muy equivocado. Hasta que llegó su hora (1968) es una película bellísima, con unos diálogos antológicos, que aúna ese western italo-macarrónico con el clásico norteamericano. En fin, las virtudes de esta obra maestra se ponderan por sí solas. No hace falta ningún comentario.

Mención especial merece la banda sonora de ese genio llamado Ennio Morricone, capaz de opacar con sus melodías cualquier escena de una película que no sepa dar la talla. Morricone tiene una extraña cualidad: sabe poner música al vuelo de una mosca, al árido suelo de un desierto, a la mirada asesina del más pérfido de los villanos. Es la música del hombre genial, capaz de poner sonido a lo que pareciera que no puede tenerlo. Sólo hay unas pocas mentes priviliegiadas en el mundo capaces de medirse con el susodicho, tales como las de John Williams, Jerry Goldsmith y Vangelis.


En cuanto a las interpretaciones, descubrí que Charles Bronson podía deleitarme con una actuación tan verídica como la de Eastwood, incluso diría que pareciendo bastante más duro que éste. Como alguien dijo, Bronson es una roca de granito. Cierto, basta mirar sus ojos inclementes o su cuello de búfalo. Y qué decir de Henry Fonda. Si creíamos que no se podía ser más malo que Lee Van Cleef paladeando un palillo o que Jack Palance, íbamos muy errados. Yo no recuerdo ninguna película en la que alguien asesine a niños de un disparo con el placer con el que lo hace un odioso Fonda. En cuanto a Jason Robards (Cheyenne), le tocó hacer un poco el figurín del pícaro Eli Wallach, pero con un toque más tierno y enamoradizo.

Obra maestra donde las haya que nos recuerda dónde encontrar verdaderos héroes, hombres de piedra, miradas en primer plano, el polvo que levantaban los cadáveres al estrellarse contra el suelo. Los disparos de revólver. Balas que surcan una atmósfera llena de asesinatos, peligros y hazañas. Los sueños y contingencias de quienes querían levantar una nueva ciudad, creando una leyenda. Aquella época donde la paciencia era casi un valor moral. Saber esperar. Todo era lento: la llegada del tren, las noticias, los telegramas... Todo reposando en una especie de éter en el que se llegan a oír los ruidos de las moscas y de las gotas cayendo sobre la frente de un hombre negro.

Una calma sólo existente en el western, preámbulo siempre de la muerte y el polvo. No hay verdadero silencio, sino una maraña de zumbidos y gestos en la mirada: códigos secretos que advierten de algo, hasta que la mano prodigiosa de Morricone arranca unos acordes que hacen evidente que la Muerte ha llegado, desde el pasado al presente, andando por el desierto. Armónica desenfunda y dispara contra un cuerpo borroso. Al morder el polvo ese cuerpo pregunta:
-¿Quién eres?

Y Armónica responde con un gesto. Suficiente con un gesto.

Recomendada a: Todo el mundo.

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